De La Presencialidad y sus Embarazos.

Victor Rago A

Antes

El secretario de la UCV se dirigió a los decanos (oficio CU 2022-0252 del 18 de mayo de este año) para pedirles materializar una decisión del Consejo Universitario adoptada en sesión de la misma fecha, según la cual había que «continuar con el proceso de las actividades académicas y administrativas presenciales en esta Casa de Estudios en la medida [en] que los factores limitantes se vayan superando». En el mismo oficio se los instruye para que establezcan «los planes correspondientes a partir del 1° de junio».

Es digna de aplaudirse esa decisión del máximo órgano directivo de la UCV porque enunciaba claramente el objetivo: volver a los espacios universitarios que la pandemia del coronavirus forzó a abandonar. Desde ese preciso instante –la paralización de la universidad- todo universitario sensato debió entender que el retorno al campus tendría que producirse cuanto antes, esto es, tan pronto las condiciones lo permitieran sin riesgo alguno y sin injustificada dilación ¿Estaban para el momento del llamado del Consejo Universitario dadas tales condiciones? Probablemente no del todo puesto que en el oficio se menciona la existencia de «factores limitantes» que habría que ir superando. ¿Era factible hacer ese llamado antes del pasado mayo? Probablemente sí. Y mucho antes, incluso, guardando  las necesarias precauciones, como el mismo oficio advertía.

En suma, el regreso a la Ciudad Universitaria de Caracas (y a otros recintos de la UCV en el interior del país) hubiera debido asumirse desde un principio como un objetivo prioritario, solo subordinado a la existencia de condiciones propicias. Pero esto, claro, habría exigido una firme voluntad de evaluación  del conjunto de la situación una vez rebasado el período inicial de confusión (en parte inducida por alarmismos tanto ingenuos como maliciosos) y sorteadas las abusivas restricciones impuestas por el gobierno, menos inspiradas en preocupaciones epidemiológicas que en propósitos de control social.

Teniéndose en cuenta que la emergencia sanitaria no era ya el principal obstáculo -la epidemia remitía en todas partes y las llamadas medidas de bioseguridad serían de relativamente sencilla implementación- la atención debía centrarse, pues, en  los otros «factores limitantes».  La pregunta principal tendría que apuntar a la situación de la universidad al cabo de poco más de tres años de paralización de muchas de sus actividades y de desempeño hemipléjico en las restantes. Es verdad que la decisión del Consejo Universitario se adopta tras haberse «considerado los informes de los decanos de las diferentes facultades con respecto a las actividades académicas y administrativas presenciales…». Pero, ¿bastaban tales diagnósticos para formarse una imagen íntegra del estado real de la institución, requisito esencial para la formulación de un programa de acción a escala general (sujeto a las adaptaciones particulares allí donde fuera necesario)?

Es el sentido unitario de la conducción institucional y la visión de conjunto de la complejidad estructural del dispositivo académico –una realidad que no cabe representarse mediante la sumatoria mecánica de los variados cuadros locales- lo que parece ausente del Consejo Universitario. Sea como fuere, lo cierto es que la decisión de este órgano no se concretó en una proporción significativa, salvo  algunas decorosas y respetables excepciones, justo es observarlo. De suerte que con el llamado a la reincorporación presencial, al cabo de varios meses  en los que no se hizo lo suficiente para disipar la confusión heredada de los anteriores (aunque ha sido un período gremialmente afortunado, para reconfortamiento del ánimo universitario), es ahora cuando estamos por fin a las puertas del tan invocado «reinicio de actividades».

¿Reinicio de actividades hemos dicho? En el significado de ese socorrido,  familiar y engañosamente inocuo sintagma se cifran entusiastas pero no siempre fundadas esperanzas. Cuánto es de desear, pues, que en su potencial semántico cohabiten en fecundo acoplamiento el atavismo sentimental del calendario lectivo y la conciencia imperiosa de la necesidad  de reconquistar los espacios académicos.

… y después.

¿Qué hacer cuando se vuelva a la universidad? Es decir, cuando de verdad y todo lo plenamente que se pueda volvamos a ella? Hay una forma todavía más rotunda de formular esta pregunta: ¿para qué volver? La convicción de que la vuelta es cuestión vital está reñida con el simplismo resignadamente recuperativo, tan cargado de añoranzas retrógradas: seguir como antes expone al peligro  de un conformismo hecho de rutinas aletargantes, hábitos reflejos,  prácticas de  dudosa fertilidad precisamente cuando los tiempos exigen lo contrario.

En el pasado prepandémico los universitarios nos fuimos acostumbrando insensiblemente a la penuria material. Y a un debilitamiento tal vez correlativo del espíritu académico. Mientras era paso a paso abandonada la noción de comunidad intelectual y su consustancial práctica dialogal y deliberativa, apenas se protestaba tenue y esporádicamente contra la aniquilación de la universidad. La convocatoria gremial encontraba muy pocos oídos hospitalarios y la infrecuente  reflexión crítica sobre los riesgos en ciernes parecía no estremecer demasiadas fibras en la colectividad universitaria.

Fue dado así  contemplar el surgimiento en algunos ámbitos del medio académico de una especie de vocación sacrificial. Desde entonces ha sido común exaltar la virtud del «apostolado» docente, casi siempre en un registro de dolorido júbilo amparado en la primordial e inmarcesible dignidad de la enseñanza. El logro intelectual ha podido tasarse a menudo no por su mérito intrínseco sino en relación directa a la magnitud de los oprobiosos obstáculos que han debido vencerse. Extrañamente, el inventario pormenorizado de las privaciones no ha conducido en forma clara  al reconocimiento de la indigencia como estado general y es en cambio posible percibir cierta irreflexiva infatuación por el hecho de que la universidad no cerrara jamás sus puertas, por mucho que al trasponerlas se diera uno de bruces con toda clase de humillantes estrecheces.

El reinicio de la vida institucional no puede ahora consistir en una simple reanudación de actividades, como si estas hubieran sufrido una interrupción accidental por causas enteramente ajenas, inopinadas y sobrevenidas. Es cierto que así se presentó la pandemia del coronavirus en Venezuela (como en casi todas partes). Pero al menos en las universidades, tras la remisión de la covid, la «normalización» necesaria a la que todo el mundo comprensiblemente aspira carecería de sentido como mera continuidad de un cercano ayer lastrado de insuficiencias.

De un lado, esto significaría el regreso a la escasez generalizada, la prosecución voluntaria de la penuria, el consentimiento de la miseria personal e institucional, una pasmosa exhibición de mansedumbre…  ¿Es que acaso  tres años no proporcionan una perspectiva en la que haya podido florecer aunque fuera una débil conciencia acerca de la privación hecha política de gobierno. Del otro lado, ¿por qué sucumbir a la molicie restauradora si lo que la universidad demanda a gritos, para quien sepa oírlos, es una renovación profunda de sus estructuras y sus modos de funcionar?

En un marco que trasciende el propio mundo académico, pero con su participación, se han producido  en las últimas semanas, según arriba insinuamos, activas protestas  de sectores de la administración pública en defensa de derechos laborales vulnerados y reivindicaciones históricas negadas por el Ejecutivo y los poderes públicos que se le supeditan, en flagrante violación de la Constitución y las leyes. Las victorias parciales alcanzadas prestan un razonable optimismo a las luchas sociales, económicas y políticas que previsiblemente se incrementarán en los próximos meses. He allí un poderoso estímulo para que la comunidad universitaria recobre su capacidad de movilización con vistas a la preservación de la universidad pública nacional. Sobre todo para proveerla de recursos presupuestarios que le permitan el cumplimiento de sus altos fines, así como ofrecer condiciones de vida digna a quienes la integran.

Pero el retorno a los espacios académicos debe propender además a la gestación de un clima interno que, en vez de devolverlos a la monotonía institucional precedente, favorezca un vigoroso debate sobre el estado de la universidad en los últimos tiempos.  Ese debate serviría no solo para que se analizaran atentamente las temibles amenazas externas, sino también para que aquella practique sin condescendencias ni narcisismos autocompasivos un sincero escrutinio de sí misma. Nada de esto será factible de no haber una incorporación de los universitarios a la institución en la mayor escala posible. Tal proceso, como deja ver la experiencia de estos años, encuentra escollos en  la lucha por la supervivencia individual y familiar en el contexto de un país sumido, como múltiples veces con razón se ha dicho, en una profunda crisis sistémica.

Es de esperar, no obstante, que se vaya produciendo en forma gradual y cabe presumir que podría beneficiarse de una circunstancia hasta no hace mucho ausente por motivos bien conocidos del escenario ucevista: las elecciones para el recambio de los cuadros directivos a todos los niveles. Los episodios recientemente celebrados –elecciones estudiantiles y para representantes de egresados- pusieron de manifiesto una clara voluntad de participación de la comunidad universitaria y una revalorización de la utilidad del voto. Puede pensarse que los procesos venideros para elegir autoridades rectorales, decanales y representantes profesorales al Consejo Universitario despertarán un interés comparable o aun mayor. Esta expectativa pudiera proyectarse también a las próximas elecciones de la APUCV (6 de octubre), cuyo carácter gremial reviste sin embargo importancia considerable en el dificultoso presente universitario.

Si esta apreciación no es errónea presenciaremos muy pronto el retorno en importante medida de la comunidad universitaria a los espacios de la institución, movimiento favorecido por la cuestión electoral. Esta ha de ser entendida como un punto de alta prioridad en la agenda por confeccionarse y no solamente como un acontecimiento que se agota en el acto mismo de su celebración y cuyo efecto se reduciría a una simple operación sustitutiva de unos directivos por otros.

Porque, sin duda alguna, la pregunta de para qué volver a la universidad solo puede responderse si la formulamos conscientemente convencidos de la complejidad que encierra: inventariando las cuestiones que configuran su situación y al mismo tiempo impulsando el debate para ventilarlas públicamente con vistas a los necesarios consensos.

Desprovisto de esa convicción racional el «reinicio de actividades» corre el riesgo de no poder desembarazarse del lastre inútil para convertirse en lo que las circunstancias demandan: un nuevo inicio.

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